Saben, Elvira, que eres tú la dueña
y todos lo codician.
Acuden los tetrarcas de Judea
y te tientan con diademas de sal,
con virutas profanas del oro de los
mártires,
con pulgones de ónice,
con un sistro que ahuyenta la luna
de las parcas
y el acecho de las conjuraciones,
con un tarro de escamas vestales de
luciérnagas
al que acude a beber
el pájaro de fuego las noches
boreales.
Pero tú no lo cambias por nada de
este mundo.
Caravanas de Adén llegan para ofrecerte
un álbum de suspiros,
un quitasol de mica con las plumas
de un ibis,
y cuarenta elefantes cargados con
incienso
de Gardefán y púrpura de Elisa.
Pero tú no lo cambias por nada de
este mundo.
Por el mar de la China arriban mercaderes
que te ofrecen a cambio
un tigre de Ceilán con sus ojos de
ágata
que se devora y vuelve a nacer de
su sombra,
una esponja de seda en la que cabe
el mar,
siete esclavos filólogos que
conocen las lenguas
ya perdidas del mundo,
y un candado de jade que paga a
quien lo abra
con la resurrección.
Pero tú no lo cambias por nada de
este mundo.
No valen todos juntos lo que ese perfume
que existe sólo porque tú lo
piensas,
que huele sólo si lo nombras tú.
De La sílaba de Ónice (Inédito)
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