Porque nada hay que dure
más que la soledad
aquella
que al principio nos
precedió y, al cabo,
habrá de sucedernos,
tú viniste a buscarla
en este verde valle,
esta ladera
de castaños que el
viento
tañe como un afán
baldío que sonara
más allá de este mundo,
en el envés divino de
lo inútil,
ese son que se basta y
que a nada se debe,
bastión de lo no dicho
que las hojas en su
rumor proclaman.
Has venido buscando
la soledad que estuvo
desde siempre en tu alma,
la que apenas si las
trompas o el negro
fulgor de las bombardas
te dejaron
distinguir. Te batía
desde niño en la
sangre,
como una cifra oscura,
la promesa
de una posteridad que
adelanta a los príncipes
el fruto venidero. Pero
tú
no escuchabas su flujo,
ese río sereno
con quien trenza la
sangre
su arrebato. Fue Dios,
su ambición desatenta,
quien dispuso
que eligieras el mundo.
Confundió
su reino con tu imperio
adivinando
su victoria en la
pólvora.
Pero nunca fue suya.
En Metz fue la nevada
quien derrotó tu
ejército. Borracho
-recuérdalo bien ,
Carlos- escupías
con la misma saliva con
la que santiguabas
cada noche tu fe frente
al dorado
crucifijo que un día
templó su oro entre los
blancos pechos
tan tibios de Isabel.
La victoria es ajena a la ambición
del que por ella lucha.
Es un don que no admite
otro dueño que la
Divinidad
y por eso castiga
con su fulgor al hombre
que, insensato,
le arrebata su lumbre.
Ciego acogen las sombras al vencido.
Esta noche de Yuste, sin embargo,
has sentido ladrar a
tus mastines
adivinando el puerto,
las fronteras
de un reino que soñaste
inmenso entonces
y es ahora un pequeño
vergel de soledad
en que acecha la Muerte
tras la fruta
afilando su silbo en
cada hoja,
tiritando descalza,
como un sistro,
en la cerviz del aire,
el relente tan frío de
los álamos.
¿Qué huestes te valdránahora contra ella?
Dime, Carlos, ¿qué leva de muchachos
combatirá en tu nombre
si tu causa
no la asiste ya Dios,
si es su designio
que el hombre dé a la
vida
lo que a la vida toca y
nada lleve
con él al otro mundo
sino su alma?
Tengo conmigo aquí sembrado en la ladera
un huerto de soldados
rubios como mi estirpe
que aún empuñan los
lábaros
de sus cruces, lo mismo
que una oscura cosecha.
Morir fue para ellos
un destino terrible que
no cumplen
más que los hombres
tiernos
de corazón mollar y
sílabas de estambre.
Ellos darán conmigo la
última batalla.
Derrotar a la Muerte
tras la muerte,
someterla en su campo
hasta arrancarle
la manzana en que
ovilla ese dorado
hilo que nos prolonga
la vida más allá
del vivir de los días.
Sólo para vivirla en
soledad.
Sólo para escuchar la
música del alma,
diapasón de lo eterno,
cuerda sola con que
enhebro la dicha,
como el bordón que un
ángel con sus dedos
pulsara dulcemente
en la viola sin dueño
de esta noche del mundo.
de Elegía de Yuste, 2013.