sábado, 21 de marzo de 2015

CONFESIÓN, PADRE GARCÍA!

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 Ya sé que el  arrepentimiento no es más que una forma de nostalgia, ya. Pero hay veces que el alma poética, señalada más por la virtud ajena que por su propia miseria, acaba asumiendo su atrición y acude por Cuaresma al confesionario con la mansedumbre de los bienaventurados.
   Los de la orden Critica, ya se sabe, suelen ser confesores sin tonsura, que a saber quién les impuso las manos; clérigos un tanto contrahechos, Quasimodos de esta Nôtre Dame que, impotentes para folgar con ella, la Poesía, hicieron voto de castidad y  se consolaron con señalar y absolver  los pecados ajenos. Pero, eso sí, a canónicos nadie les echa la pata, que cuentan ellos las sílabas con los dedos como acostumbra la clerecía y se saben los catecismos de carrerilla, celosos de la santa doctrina de las musas.
  Así que fuíme allá donde  el padre García con la  convicta   intención de poner freno al descarrío de  mi poética.
         -Ave Poesía Purísima.
         -Sin Defecto Concebida –respondió con voz descalza, sacristana hasta el susurro-. ¿Cuánto ha que no te confiesas, Ramírez, hijo? Veo que te has dado al más feo e indigno de los vicios, el de los concursos literarios. Qué perversión la tuya, hijo mío.
      -Así es, padre García. Me puede esta ludopatía poética, hasta el extremo de que me regodeo en ellos. Sí, ya sé que el mío es vicio solitario, pero prefiero aviarme yo solo antes que acudir a editores puteros que se dejan comer la oreja por la babosería dadivosa de tanto poeta administrativo.
        -¿Ves tú? ¿Ves tú cuanta es tu contumacia, caro Ramírez? Deberías morderte la lengua. El editor lírico es ese arcángel que pone alas en tus libros. Sin ellas, sin sus alas, tus obras jamás alcanzarán la otra vida eterna, la de la Fama que dijera Manrique.
        -Mire, padre, que no. Que  a mi me va la vida y en la posteridad no hay vida ninguna ni arcángel que pueda administrarla, así que vengamos a lo presente, que dijo también el clásico. Porque déjeme que le diga, padre García, que lo que es ir yo fui donde los editores líricos pero, en viéndome llegar corito, hicieron peste de mí. Así que dime a las Diputaciones y sus concursos, con harta suerte y mayor complacencia.
        -Pues dígote, Ramírez, que debieras enmendar y cambiar de proceder si es que aspiras a un puesto en el empireo celeste que Dios Nuestro Señor nos tiene prometido. Porque decirte he  que no hay concurso en que no te halle de participante.
         -Y usted de jurado, padre; que en mi pecado va su penitencia. Pero cambiar de vida sí que quiero. Yo quiero llevar una vida como la suya, de miembro de jurado; jamás de concursante. Si usted pudiera echarme una mano redentora…Yo sé que los pagan bien y que es obra pía, didáctica en extremo. Acabaría aborreciendo de los concursos, se lo juro por Dios, padre García. Pero mire que le digo que sin pecado no habrá ya sacramento de confesión y menguará con ello su hacienda.
         -¿Qué cosa es la quieres decirme con eso, hijo mío?
         -Pues está bien claro, que  muerto el concurso se acabó el jurado. Lo dice un proverbio rabiosamente canino.
         -Dejémonos de  refranes, amicísimo Ramírez, y vengamos a lo que nos trae, que no todo es materia de confesión y éste es santo lugar para divagaciones profanas .Dime, anda dime. ¿Qué otras flaquezas fueron las tuyas, hijo mío?
         -He de confesarle también, padre García, que suelo mezclar los géneros haciendo impureza de sus virtudes. Y que escribo poemas falsos, hijos del azar. Y que, a veces, huyendo del corazón me amparo en la habilidad y  saco gran gozo de ello, a solas yo con la lengua madre en incesto sumo, que me ha vuelto prolífico como ve, a cualquier hora del día entregado a sus  carnes, dispuesta ella. ¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer para remediarlo?
   El padre García se ha echado atrás en un gesto de displicencia y se ha limpiado con la estola la espumilla de sus comisuras.
        -Continencia, amigo Ramírez. Debes moderar tu incontinencia incestuosa y limitar tu inspiración a esos momentos únicos de experiencias de vida, a ser posible tristes, que no gozosos. Las habilidades las carga el diablo. Las habilidades son propias de los poetas artesanos y profesionales que no tienen corazón.
         -Es que mire usted, padre, que a mí no me gusta mezclar la poesía con el corazón; que acabo de decirle que soy un putero luzbelino que vive de la suficiencia de su lengua madre. Que yo no sufro el poema como Cernuda, don Luís. Que vivo de la habilidad gozosa de trastearme a la lengua. Sí, que soy su chulo, padre García. Yo quiero ser como San Juan Ramón ¿No era también un  incontinente el de Moguer? ¿No puedo ser como él?
         -No le está permitido por el estricto precepto del Ars Poética que presido, amigo mío. Si me dejáis aconsejaros, alma de Dios, os reconduciré por el camino único que lleva  a la posteridad  y la gloria.
         -Aconséjeme pues, padre García. Soy un alma descarriada que necesita de su sabia experiencia.
   El padre García me arrima  entonces su aliento a la oreja con la unción misma de un oráculo.
         -Has de saber hijo, que las habilidades de un alma poética  más que para el arte deben reservarse para el mundo y su acomodo. Así que, si pretendes burlar la corriente de esta  Estigia oscura que  emborrasca la adversidad de los tiempos y que conduce a la ribera de la Eternidad, lo mejor son las antologías. Sí, esas balsas de Medusa de las antologías en las que, si no puedes pasar como poeta, debes hacerte pasar por balsero o antólogo pertiguero, que en el fondo no viene a ser más que un vergonzante polizón. Así mismo, es conveniente que vivas de la cita ajena y que las referencias de tus lecturas amparen tu impotencia poética. Sería también bueno que  aborrecieras de tu apellido y tomaras mejor el de García que es estirpe conspicuamente crítica  en nuestra España, de ese modo podría llegar a participar en varios jurados y luego probar de concursante ganador en esos mismos. Ahora que, si de veras quieres enmendar tus pasos, lo más acertado sería arrimarte al pesebre administrativo de tu dehesa boyar y admitiendo la Vara por consigna regenerarte en un manso…
           -¿Buey yo, padre García?
           -Buey sagrado, hijo. Te  celebrarían. Acabarías coronado como un Apis nupcial. Ahora, eso sí, tendrías que aborrecer de la tiza y mudarte a Mérida.
           -¿En Mérida un manso? ¿No debiera estar mejor en Cabeza del Buey?
           -Calla esa lengua, hijo y vaya Dios contigo y con mi absolución. In nómine patris et…
  El padre García traza en el aire el garabato de una cruz y vuelve a recogerse en su garita confesionaria con el  gesto de una larva que aguardara encapullada la trompetería endecasílaba, el arrebato de la posteridad.