Los fusilados siembran
ortigas por
los huertos y se orinan
en sus
tapias de cal. Los fusilados
sin tumba
de la antigua
república
no tienen
otra tierra
que el huerto y se levantan
ahítos de
cebolla
a orinar en
sus tapias, tiritando
de muerte,
atentos
al mastín
de las monjas que persigue
el rastro
de su pólvora,
la humedad
de su olvido.
Y
cuando están
en el
consuelo breve
de su orín,
en la torpe
venganza de
la herrumbre, acude siempre
el cabo
Antón Patiño con su espuela
de oro, con
su diente
de plata,
persiguiéndolos
con su
pistola turca.
A los
difuntos
entonces se
les corta
el chorro
de su orín y salen todos
corriendo
hasta el asilo
caliente
del tubérculo, esa fonje
cavazón de
la tierra en que enraízan
sus carpos.
Los difuntos
matracos no
escarmientan
jamás y
tarabillan
sus huesos
en la huida delatando
su flaca
poquedad,
la simiente
ruin de la venganza.
De La flor de la pavesa. 2004.
De La flor de la pavesa. 2004.
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