—¡Alto
ahí!
Era
una voz oscura y agria la que mandaba que me detuviera.
—¡Alto
ahí, muchacho o te dejo frito! —insistió.
Provenía
de las ruinas de una ermita que cobijaban los fresnos y sentí que se aproximaba
por la espalda.
—¿Llevas
palabras?
—Llevo
las que todos —contesté.
—No
quiero palabras del común. Estoy harto ya de baratijas. Quiero las tuyas; las
de valor.
—¿Quién
es usted? —osé preguntarle.
—Soy
Lamberto, el ladrón de palabras. Pero este nombre no me gusta. Se lo robé a un
peregrino. ¿Lleva usted nombre?
—Me
llamo Lucas, pero no puedo dárselo. Me lo puso mi abuelo.
—Lucas
no. Lucas no me va —despreció—. Por ahora me quedo con Lamberto. ¿Y los
apellidos? ¡A ver, sus apellidos!
Yo hice por resistirme pero él me puso en la espalda
un objeto duro y contundente que supuse pistola.
—Pérez
Adalid —musité apenas.
—Pérez
no me gusta; es demasiado vulgar. Entrégueme Adalid, es más hermoso. Me quedará
estupendo.
—Por
lo que más quiera —supliqué—. No me arranque así el apellido. Cuando vuelva, mi
madre no me reconocerá.
—Le
dejo el primero ¿qué más quiere? El que heredarán sus hijos. Peor lo tengo yo,
que no tengo apellido que dejarles.
—Se
lo cambio —recurrí entonces—. Llevo palabras aquí que valen lo que una joya.
—A
ver. Escríbalas ahí, en mitad el camino.
Y
fui escribiendo birimbao y
melisa, guija, piornal y gutiámbar. Ninguna le
parecía de valor.
—¿Y maravedí?
—Tampoco.
Desesperé.
Sin embargo Lamberto me quitó el arma de la espalda y me propuso con ojos de
codicia.
—¿Y pistola? ¿Llevas la palabra pistola? Escríbela.
Y
la escribí.
—¿No
tienes ya una pistola? —le dije.
—No,
soy analfabeto —respondió.
—¿Entonces
con qué me estás encañonando?
—Con
un bolígrafo.
Fue
de Lamberto. Fue de Lamberto, el ladrón, del que aprendí el verdadero valor de
las palabras.
De La oca de oro. 2008
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